Artículo publicado previamente en Infolibre
¿Qué tienen en común el aceite de palma, el coltán de nuestros móviles y las manufacturas de ropa barata en Asia? Primero, que son temas que nos han venido asaltando en los últimos meses conforme recibíamos informes de su impacto, a menudo catastrófico, tanto en lo que se relaciona con el medioambiente como con los derechos humanos. La deforestación en Indonesia, las guerras en Congo por los «minerales de sangre» o la explotación de masas de trabajadores textiles en condiciones infrahumanas en Asia, con muertes masivas incluidas, como la del Rana Plaza, cada vez forman más parte de nuestra conciencia de las consecuencias de la globalización.
También tienen en común que todos están relacionados con empresas multinacionales que operan en países en vías de desarrollo con escasa legislación protectora y con aún menor capacidad de supervisión. Asistimos en la actual fase de la economía internacional a un proceso llamativo: las empresas cada vez son más grandes e imponentes en relación a los estados en los que operan. Algunos datos: los ingresos de Wal-Mart equivalen al PIB de Kazajstán, los de Royal Dutch Shell o Exxon Mobil igualan o superan al de muchos países, incluso desarrollados (como Hungría, Dinamarca o Finlandia), pero mientras que en estos la legislación está desarrollada, es estricta y está implementada, no ocurre lo mismo en muchos estados pobres donde la armazón legislativa e institucional es debilísima. Los funcionarios son pocos, están mal pagados y son susceptibles de corrupción no sólo a pequeña escala sino también al nivel de los altos cargos. Las posibilidades de infringir los derechos humanos o atentar contra el medioambiente por parte de estas grandes empresas, normalmente a través de su cadena de suministro, se convierte en una realidad demasiado accesible.
Hace poco escuchaba a un amigo en redes preguntándose qué se podía hacer para combatir este problema. «¿Alguien estaría dispuesto a prescindir del móvil por no colaborar con el comercio «de sangre?«, se quejaba. Evidentemente, el consumo responsable de cada uno de nosotros representa una de las vías para impedir que los abusos sigan adelante, pero el consumidor no lo tiene fácil, unas veces por la falta de oferta (aunque si se busca mucho en casi todos los campos comienza a haber industrias y productos «responsables» que respetan los derechos humanos y el medioambiente y cuidan de que lo hagan sus proveedores, Fairphone, por ejemplo, en el terreno de la telefonía); otras veces por la falta de etiquetado adecuado u orientativo o, incluso, por la profusión confusa de él; otras veces porque la información es ambigua, compleja y difícilmente accesible; en ocasiones porque es muy difícil acceder a los productos que sabemos «responsables», etc. A nivel individual no debemos sustraernos de nuestra responsabilidad, pero tampoco ser inconscientes de nuestras limitaciones.
Probablemente la opinión pública no tenga en mente que los organismos internacionales y nuestros propios gobiernos pueden hacer mucho, muchísimo más, para minimizar los abusos y violaciones a los derechos humanos que causan algunas empresas multinacionales directamente o a través de sus relaciones comerciales. Podemos considerar el año 2011 como el punto de inflexión y el comienzo de la intervención pública en este sentido. En este año la OCDE añadió un capítulo acerca de los derechos humanos a sus Líneas Directrices sobre empresas multinacionales, las Naciones Unidas elaboraron unos Principios Rectores sobre empresas y derechos humanos y la Unión Europea publicaba su estrategia de Responsabilidad Social Corporativa. Estos primeros documentos constituyen hoy un hito fundamental de referencia en este ámbito, un gran avance porque supone reconocer el problema y comenzar a diseñar medidas para combatirlo, pero en todos los casos sólo son planes de actuación, directrices y recomendaciones, que no son de obligado cumplimiento ni disponen de mecanismos de penalización o castigo en caso de no ser respetados por las empresas.
Para su avance se precisaba que los estados nacionales elaboraran planes específicos, que concretasen, adaptasen y reglamentasen las directrices y principios anteriores. Desde entonces, han seguido las peticiones de la OCDE y de la UE 13 países, que han elaborado y aprobado sus respectivos planes: Reino Unido, Holanda, Dinamarca, Finlandia, Lituania, Suecia, Noruega, Colombia, Suiza, Italia, Estados Unidos, y Alemania. Todos ellos tienen bastante en común: consisten en incentivar por diversos medios las conductas positivas, pero renuncian a penalizar las negativas ni favorecen el acceso a la justicia y remedio por parte de las víctimas de los abusos.
El paso adelante pasa necesariamente porque los gobiernos se atrevan por fin a saltar de una fase voluntarista, que se basa en la autorregulación de las empresas, a otra en la que se elaboren leyes de obligado cumplimiento que contengan penalizaciones en caso de violaciones serias de los derechos humanos y que faciliten el acceso a remedio por parte de los afectados.
El primer paso en este sentido se ha dado oficialmente este mismo año 2017 con la ley francesa de debida diligencia. En general se obliga a las más grandes empresas del país a analizar los impactos directos e indirectos en los derechos humanos y a elaborar un plan de vigilancia. En el caso de que la empresa no elabore este plan cualquier persona puede acudir a un tribunal para exigirlo. En el caso de que se produzcan violaciones a los derechos humanos en cualquier estadio de la cadena de producción o suministro de la empresa, esta puede ser acusada de responsabilidad en el daño. Indudablemente se trata de un gran paso adelante.
Ya tenemos nuestra primera ley europea y mundial, lo cual hay que celebrar, para que las ONG nos pongamos a mostrar sus carencias: en primer lugar, la ley solo afectará a unas 100 corporaciones francesas y dejará las manos libres, por tanto, a las medianas empresas, que también son en muchos casos multinacionales con un alto impacto potencial; es más, el hecho de que estas frecuentemente estén más sometidas a presión por su escasa liquidez, el hecho de que sus departamentos de prevención sean mínimos, si existen, y de que suelen estar menos expuestas a consecuencias reputacionales por su escaso conocimiento público, las está convirtiendo en protagonistas crecientes de violaciones de los derechos humanos o de daños medioambientales.
En segundo lugar, todos sabemos que se pueden elaborar planes perfectos, pero no llevarse a la práctica, porque se necesita voluntad política para implementarlos. No obstante, bastará un plan de prevención bien diseñado, aunque vacío, por parte de las grandes empresas para exonerar a estas de las consecuencias jurídicas de daños a terceros. Y por último la carga de la prueba de que la empresa ha fallado en su obligación de prevención seguirá recayendo en las víctimas, que normalmente no tienen los recursos para enfrentarse a grandes multinacionales con todos los medios a su alcance.
¿Y España? Ay, España… La internacionalización de la gran empresa española es un hecho incuestionable y extenso que ha llegado a todos los rincones del planeta. Y esto comporta riesgo: 32 de las 35 empresas operan o tienen presencia en países con peligro extremo de vulneración de derechos humanos y, sin embargo, los peligros de esta internacionalización todavía no han sido acometidos con el suficiente vigor. En realidad, apenas se ha comenzado.
El año 2013 el gobierno del Partido Popular presentó un borrador de Plan Nacional a empresas y organizaciones sociales, que contestaron con propuestas y enmiendas. Desde entonces, silencio. El plan debería haber sido aprobado en Consejo de Ministros, pero se le ha perdido la pista. Desde hace años el Consejo Estatal de Responsabilidad Social Empresarial (consultivo) no ha sido convocado y nos tememos lo peor. ¿Existen conversaciones secretas con las empresas para edulcorar aún más un proyecto original ya de por sí poco ambicioso? Si esto es así en el caso del plan, que son sólo recomendaciones y promoción de actuaciones, qué vamos a decir de una ley de obligado cumplimiento como la francesa. Ni está ni se la espera.
No se trata sólo de la presunta labor de lobby que se pueda estar llevando entre bambalinas, sino que en la administración española sigue dominando la tradicional y unívoca visión de la empresa española como maximizadora de beneficios. No se trata sólo de que la ética empresarial, el respeto a los derechos humanos o la protección medioambiental se considere un estorbo para los resultados de las compañías españolas, máxime cuando afecta a territorios muy distantes, sino que el orgullo de la marca España parece concebirse sólo en función del tamaño de la empresa, y no de su comportamiento ético y de su calidad de marca. Semejante visión cortoplacista del beneficio va en contra de la reputación a largo plazo de las empresas españolas, a las que se deja regirse por una autorregulación que no siempre funciona.
Este artículo es un boceto de respuesta a aquel amigo que se preguntaba qué hacer ante el problema. El consumo responsable es una de las soluciones, necesaria e imprescindible, porque marca el camino a las empresas, pero la clave última de la bóveda la tienen nuestros gobiernos, que todavía no se han decidido a tomar cartas en el asunto de aquellas corporaciones que se benefician de las violaciones a los derechos humanos en los países más frágiles. Mientras tanto, las consecuencias de la producción de aceite de palma seguirán impactándonos, el coltán seguirá siendo un mineral de sangre y cada vez que nos compremos una camiseta barata seguiremos preguntándonos si de verdad debemos hacerlo.