La debacle de gran parte de las cajas de ahorros españolas nos recuerda (con dureza dramática) algunas enseñanzas importantes. Una de ellas, y de las más destacadas, es la importancia crucial que tiene el sistema de gobierno corporativo en la calidad de la gestión y en el funcionamiento empresarial. Porque -como ahora resulta evidente- en buena medida la crisis de las cajas ha estado motivada por lo que se ha revelado como un nefasto sistema de gobierno, en el que han coincidido -formando un cóctel inevitablemente explosivo- los intereses políticos, la falta de profesionalidad y los incentivos para un crecimiento cortoplacista, desequilibrado e insostenible.
Se trata, en este sentido, de la manifestación de un déficit esencial de responsabilidad social en entidades que presumían precisamente de ser especialmente responsables. Sin duda, el buen gobierno constituye una de las responsabilidades fundamentales de la empresa: es imposible un buen funcionamiento de la empresa con un sistema de gobierno ineficaz.
Pero las deficiencias en el sistema de gobierno de las cajas tienen otras implicaciones, que en algún caso pueden parecer no poco paradójicas para la filosofía de la responsabilidad social de la empresa (RSE). Al menos para las grandes empresas, un axioma básico de quienes entienden esta filosofía con radicalidad es que un buen gobierno corporativo (un gobierno responsable) es el que integra la perspectiva de la RSE en su propia conformación, incluyendo a representantes de los grupos de interés de la empresa más significativos. Sólo así, defienden los partidarios de esta visión, se puede garantizar que los criterios RSE se apliquen realmente en la práctica empresarial, de forma que el Consejo de Administración vele efectivamente para que la empresa atienda adecuadamente no sólo a los intereses de sus accionistas y de sus altos directivos, sino a los de todos sus grupos de interés esenciales: para que, de esta forma, genere la necesaria confianza en ellos y para que la empresa se fije objetivos de horizonte temporal amplio, evitando las tentaciones cortoplacistas y aspirando a la óptima sostenibilidad en el tiempo. Porque, como se ha escrito, “un gobierno de la empresa participativo es el mejor camino para asegurar la creación sostenible de riqueza y la distribución equitativa de la riqueza creada” (1).
Algo, todo ello, que parecía encontrar un ejemplo paradigmático y casi único precisamente en los sistemas de gobierno de las cajas, en los que se integraban representantes de las autoridades políticas regionales y locales, de los empleados, de los impositores y de las principales fuerzas económicas, sociales y culturales de la zona. Un caso modélico que, como tal, se estudiaba en no pocos cursos de RSE dentro y fuera de España.
Es un modelo que disgustaba profundamente a los partidarios de la visión convencional del gobierno de la empresa. Por eso, es precisamente esta perspectiva desde la que la crisis de las cajas está siendo utilizada para poner en la picota a los defensores de un enfoque “radical” o “avanzado” de la responsabilidad social: aquellos que sostenemos que la RSE sólo dejará de tener efectos simplemente superficiales (cuando no cosméticos) en los comportamientos de las empresas cuando no sólo se integre realmente en los consejos de administración, sino incluso cuando acabe transformando sustancialmente esos consejos. Es decir, cuando dejen de ser órganos exclusivamente representativos de los accionistas (en realidad, de algunos accionistas) y dominados -formalmente- por ellos, para convertirse en órganos de gobierno representativos de los grupos de interés fundamentales de la empresa: accionistas, desde luego (y, por cierto, también los minoritarios), pero también empleados, comunidades locales particularmente afectadas por la actividad de la empresa, organizaciones sociales que los grupos de interés consideren representativas de sus intereses, proveedores estratégicos…
La crisis de las cajas, al decir de algunos, vendría a ejemplificar con la radicalidad de la evidencia empírica lo trasnochado de estas ilusiones: de las ilusiones que, persiguiendo ideales participativos, olvidan la ineludible exigencia de eficacia y de profesionalidad en el gobierno empresarial.
Pero no nos deberíamos dejar apabullar por las apariencias.
Es verdad que en muchos consejos de administración y asambleas generales de las cajas ha existido una más que notable falta de profesionalidad y de dedicación, fomentadas -al tiempo que se han acallado así las posibles discrepancias- con sustanciosas retribuciones. Pero eso, por una parte, y con ser muy grave, no es un rasgo diferencial de las cajas, sino algo lamentablemente habitual en los consejos de administración de muchas empresas (y no sólo españolas). Algo además que no tiene por qué suponer necesariamente el descrédito de la participación de las partes interesadas en los órganos de gobierno: podría solventarse con normas claras -y aplicadas-que exigieran que esa representación se canalizara a través de personas con la profesionalidad y la dedicación necesarias. Pero por otra parte, ésa es sólo una vertiente de la cuestión.
La otra vertiente (la fundamental, porque es la que explica la primera) tiene que ver con un problema que afecta al carácter pretendidamente democrático de muchas otras instituciones de nuestro país: los diferentes órganos representativos de las cúpulas del poder judicial y fiscal, RTVE, los diversos tribunales de regulación y supervisión económica, energética, de la competencia, de las cuentas públicas… Todas aquellas instituciones, en suma, que se habían tratado de proteger de la incidencia política directa y en las que, total o parcialmente, se habían previsto sistemas de gobierno presuntamente independientes de las autoridades y de los partidos políticos. Todas, sin excepción, han acabado, en mayor o menor medida, infectadas por un mal general: “la colonización -como lo ha definido el profesor Santos Juliá- de las instituciones por la clase política” (2). O lo que es lo mismo, la invasión por esa clase política de ámbitos de poder y de decisión que no la corresponden, reflejo -y causa- de un deterioro creciente de la calidad de nuestra vida democrática.
Creo que los abrumadores resultados del gobierno de las cajas son efecto de ese mismo fenómeno, y no de ninguna incapacidad técnica de los sistemas participativos para consolidar estructuras de gobierno institucional eficaces. Los esquemas de gobierno corporativo de las cajas no han funcionado (es decir, han funcionado rematadamente mal) no por ser participativos, plurales y, en alguna medida, democráticos, sino por serlo sólo formalmente y no en la realidad: por dejarse cooptar, dominar y manipular por los intereses de las administraciones políticas en ellos presentes, a su vez contaminadas por empresarios corruptores que han concertado con aquéllas alianzas verdaderamente mafiosas para un enriquecimiento inverosímil y depredador, y porque han partido de un mal diseño inicial, en el que el legislador no estableció las necesarias barreras para que eso (fenómeno perfectamente previsible) no sucediera. A la postre, se trata de un problema motivado no por una pretendida democratización, sino justamente por lo contrario: por la asfixia y la prostitución del espíritu inicialmente participativo e independiente de las cajas.
No estamos, por tanto, ante la refutación de ese axioma básico de la RSE avanzada antes comentado, sino más bien ante una más de las demostraciones prácticas que permiten sostenerlo: si el gobierno de la empresa no es realmente -en la práctica y no sólo formalmente- participativo y representativo de los grupos de interés esenciales, la empresa no actuará de forma realmente responsable. Si además el sistema de gobierno está presidido por intereses que ven a la empresa como una jugosa fruta que -por finalidades políticas o económicas- hay que exprimir cuanto antes, la empresa acabará, tarde o temprano, deslizándose hacia estrategias de irracionalidad económica y social crecientes.
Concluyo. La crisis de las cajas de ahorros españolas está siendo un episodio lamentable, que tendrá repercusiones serias en el acceso a la financiación de particulares y pymes, que supondrá un recorte drástico en la disponibilidad de recursos para la acción social (con efectos particularmente nocivos en la situación de crisis actual), que tendrá un coste altísimo que pagarán todos los ciudadanos (y no precisamente de forma proporcional a sus ingresos) y que conducirá (ya lo está haciendo) a un salto cualitativo en el nivel de concentración del cada vez más oligopólico sistema financiero nacional. Pero no rebate la convicción que muchos compartimos de que sólo cuando los sistemas de gobierno corporativo empiecen a hacerse realmente participativos la empresa avanzará hacia niveles de auténtica responsabilidad social: es decir, hacia su paulatina transformación en un agente realmente constructor de bienestar social y de sostenibilidad.
(1). M. Melle, J. M. Rodríguez y J. M. Sastre, Gobierno y responsabilidad social de la empresa, Documentos AECA, 2007.
(2). S. Juliá, “¿Son representativas nuestras instituciones?”, El País, 17/6/2012.
Artículo escrito por José Ángel Moreno Izquierdo de Economistas sin Fronteras en representación del Observatorio de RSC