Hace poco más de un año (el 28 de julio de 2017) de la aprobación por el Gobierno de España del denominado Plan de Acción Nacional de Empresas y Derechos Humanos: un plan que respondía a las recomendaciones en tal sentido que la Unión Europea (UE) había planteado a los países miembros y que las organizaciones de la sociedad civil preocupadas por este tema venían demandando con insistencia. Se trata de un plazo, por tanto, que parecería muy apropiado para hacer un balance de su funcionamiento.
Vano propósito, por supuesto, porque el Plan no ha llegado a desplegar ni la más mínima actividad. En todo caso, y dado que tenemos un gobierno diferente, no está de más aprovechar el aniversario para reflexionar sobre el carácter del Plan y tratar de apuntar alguna alternativa frente a su absoluta inoperancia.
Debe recordarse, ante todo, que el Plan -y las recomendaciones de la UE- derivan directamente de los Principios Rectores sobre las empresas y los derechos humanos aprobados por Naciones Unidas en 2011 y elaborados por un equipo dirigido por John Ruggie. Principios que supusieron el -por el momento- desenlace decididamente voluntarista del largo debate que en este ámbito se venía produciendo entre partidarios de regulación obligatoria de las empresas y defensores de simples indicaciones de buenas prácticas de aplicación voluntaria. Aunque parten de los criterios de la obligación de los Estados de proteger los Derechos Humanos y de la paralela obligación de las empresas de respetarlos, los Principios, en efecto, se caracterizan básicamente por la ausencia de nuevas normas legales para las empresas: una ausencia totalmente asumida a nivel supranacional, si bien no descartada, e incluso tímidamente recomendada, a nivel de cada Estado para su ámbito de competencia.
Desde esta perspectiva, y al calor del impulso de la Comisión Europea y de lo que otros países comunitarios estaban haciendo, el Gobierno español -a través de la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación- inició los trabajos preparatorios del Plan a principios de 2013, con una proclamada voluntad de diálogo con expertos, empresas y organizaciones sociales. Tras dos borradores, en los que tanto la calidad del documento como el diálogo con la sociedad se fueron debilitando progresivamente, y en medio de una considerable falta de transparencia final, se publicó finalmente -en junio de 2014- un tercer y último borrador que se elevó al Consejo de Ministros ya sin ninguna posibilidad de debate. Y desde ese momento transcurrieron tres largos años sin la menor noticia, hasta que en julio del pasado año se publicó el documento definitivo: probablemente –como varias organizaciones señalaron en su momento– por la pretensión del Gobierno de España de ingresar en el Consejo de Derechos Humanos de NNUU -lo que, dicho sea de paso, consiguió-.
En este contexto, y después de tanta espera y del no escaso secretismo postrero, parece incuestionable que el Plan ha conseguido al menos un objetivo rotundo y nada fácil: poner de acuerdo a prácticamente todas las organizaciones de la sociedad civil en torno a su inconsistencia (frente a la inocultable satisfacción con que lo ha contemplado el mundo empresarial). En efecto, los matices en la valoración no empañan una práctica unanimidad de fondo: algunas organizaciones –Ecologistas en Acción, OMAL, ODG, Hegoa, Justicia Almentaria, Alba-Sud, RETS, Entrepueblos…- lo han rechazado de pleno porque cuestionan radicalmente la metodología de los Principios Rectores en que se inspira; las restantes -merece recordar entre las que han opinado a entidades como la CONGDE, Amnistía Internacional, Greenpeace, Cáritas, Manos Unidas, Justicia y Paz, Coordinadora Estatal de Comercio Justo, Federación de Asociaciones de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, Comisiones Obreras, Observatorio de RSC y todas sus organizaciones miembros…-, y aún sin rechazarlo en su totalidad en algunos casos, han puesto de relieve ante todo sus numerosas insuficiencias, que lo hacen inútil, cuando no seriamente perjudicial, en la práctica. Aunque resumir estas insuficiencias -por su cantidad- no es tarea fácil, se pueden agrupar en dos tipos: procedimentales y de fondo.
Entre las primeras, cabe destacar la ausencia de diagnóstico previo, la debilidad en el proceso de consulta a las partes interesadas (si bien quepa sospechar que con la excepción de las organizaciones empresariales) y -si es que se puede considerar defecto de procedimiento- un clamoroso silencio sobre los recursos económicos disponibles (salvo en la declaración inicial -claramente reveladora de la importancia que el Gobierno confería al Plan- de que “todos los compromisos que se deriven de la aplicación de las medidas de este Plan quedan condicionados a las disponibilidades presupuestarias existentes en cada ejercicio y a los objetivos de estabilidad presupuestaria fijada por el Gobierno y no podrán suponer aumento neto de los gastos de personal al servicio de la Administración”). Frente a ellas, una nota aparentemente positiva: el planteamiento de una Comisión de Seguimiento encargada del seguimiento, de la evaluación y de la posible reformulación futura del Plan, que debía constititurse en un plazo no superior a tres meses, pero de la que nunca se ha sabido nada (al margen de la reducida participación que abría a las organizaciones de la sociedad civil).
Respecto a los defectos de fondo, la síntesis -por su número y gravedad- es aún más compleja:
- perspectiva desenfocada (por el excesivo hincapié en la contribución del respeto de los Derechos Humanos a la competitividad empresarial, más que en la obligación esencial de respetarlos);
- inconcreción general (particularmente en torno a las obligaciones estatales y al contenido de los procesos de diligencia debida que se recomienda a las empresas);
- indefinición absoluta sobre aspectos esenciales en lo que debe ser un plan estratégico (indicadores, fases, plazos, etapas, objetivos secuenciales, responsabilidades…);
- falta de rigor en la formulación de las medidas planteadas (en muchos casos, simple repetición literal de lo consignado en los Principios Rectores);
- carencia de todo carácter vinculante y de todo asomo de sanción por incumplimientos, en el marco de una exclusiva “vocación de sensibilización y promoción, en línea con el voluntarismo de los Principios Rectores y excluyendo toda referencia a las reformas legales que serían necesarias para dotar al Plan de una mayor exigibilidad;
- generalidades sólo sobre la necesidad de coherencia de las diferentes políticas públicas que pueden afectar a la cuestión, sin ni siquiera establecer un sistema riguroso para garantizar el respeto de los Derechos Humanos en las empresas públicas y en las que reciban algún tipo de ayuda pública o que participen en contratos con las AA.PP.;
- no reconocimiento operativo de la responsabilidad central de las grandes empresas en toda su cadena de valor;
- inconcreción total respecto a la extraterritorialidad (a la exigencia de respeto de los Derechos Humanos en la operativa fuera del territorio nacional);
- ausencia de referencias a la necesidad de sancionar los incumplimientos en materia de Derechos Humanos, a la garantía del acceso a la justicia por las víctimas de vulneraciones y a la obligatoriedad empresarial del remedio y la reparación…
En definitiva, un Plan innegablemente malo, elaborado sin los requisitos previos necesarios, sin recursos para su implementación, muy insuficientemente coordinado con otros programas relacionados (Ley de Economía Sostenible, Estrategia Nacional de RSE, Plan Director de Cooperación, Plan Nacional de Derechos Humanos, trasposición de la Directiva de la UE sobre información no financiera…), con abrumadoras carencias y que ni siquiera se ha empezado a aplicar. Aspectos todos que revelan una patente falta de compromiso real y de voluntad política para evitar o mitigar de forma sustancial la nada infrecuente ni en absoluto baladí vulneración empresarial de Derechos Humanos.
Porque, no lo olvidemos, de eso se trata: de algo tan obvio como que las empresas -y sobre todo las grandes, que son las que más frecuente y gravemente los vulneran- estén obligadas -como todos- a respetar de verdad los Derechos Humanos. De que no los condicionen, como tan frecuentemente sucede, a los resultados económicos, sino que, por el contrario, deban considerarlos ineludiblemente -por utilizar palabras de Adela Cortina- como “una obligación de justicia básica, no una opción voluntaria”: una exigencia absoluta e incondicional, que tiene que cumplirse tanto en la actividad directa como en la indirecta inducida, que no puede ser dejada al libre albedrío de las empresas y que no puede eludirse o relativizarse, aunque perjudique al negocio, porque no puede permitirse un proyecto empresarial cuya viabilidad dependa de que estos derechos no se respeten rigurosamente. Y ello aunque implique problemas serios para la producción o el empleo, si bien siempre pueda acometerse paulatinamente y pueda acompañarse de medidas compensadoras.
Frente a esa exigencia moral, bien están, por supuesto, las medidas de fomento y promoción para que las empresas que quieran aceptarla la conozcan y la cumplan lo mejor posible, pero eso no puede ser óbice para otro tipo de medidas para las empresas que no quieran asumirla: y parece, desde luego, que haberlas, haylas; y no pocas y con incumplimientos muy graves.
Sin duda, se trata de un objetivo de muy difícil consecución y hacia el que sólo podría avanzarse de forma significativa en el marco de un consenso internacional que no parece cercano (pese a las esperanzas que suscita el proyecto de tratado vinculante que se está debatiendo en el marco de NNUU). Pero es algo a lo que un Estado que pretenda ser decente no puede dejar de aspirar con la máxima prioridad. Porque -aunque no siempre se puedan impedir las violaciones empresariales de Derechos Humanos- ningún Estado decente puede dejar de considerar a las empresas que los vulneren gravemente no sólo como irresponsables e indeseables, sino también como nítidamente ilegales. Esa voluntad política firme -incluso aunque no fuese posible aplicarla plenamente en la realidad- es lo que muchos desearíamos ver en un Plan Nacional de Empresas y Derechos Humanos y lo que ante todo echamos en falta en el actual.
Quizás, por ello, no debiera ser objeto de lamentaciones su no entrada en vigor, porque de haberlo hecho, habría sido no sólo inútil frente a ese objetivo fundamental, sino probablemente contraproducente, haciendo más difícil todavía implementar medidas eficaces en el futuro. Y por eso, quizás la mejor forma de conmemorar su primer aniversario sea, precisamente, celebrar su falta de aplicación.
Desde esta perspectiva, la inoperancia del Plan facilita las cosas para que el nuevo Gobierno haga borrón y cuenta nueva y se plantee un Plan totalmente diferente, que supere sus muchas insuficiencias y que suponga una guía estratégica para las numerosas reformas legales necesarias para avanzar de forma significativa hacia un control efectivo de los comportamientos de las empresas -y, repito, muy especialmente de las grandes-.
Reformas que -en opinión de quien esto escribe- deberían empezar con un imprescindible proyecto de ley para imponer procesos rigurosos de vigilancia y de diligencia debida en la gestión de los riesgos de vulneración de Derechos Humanos en las grandes empresas, respetando al menos lo que -entre otras muchas entidades- hace pocos meses recomendaba para España el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas y en línea -pero con mayor ambición- con la ley francesa de 2017 y con las propuestas similares que se están elaborando en otros países. Alguna formación política y varias organizaciones sociales están ya trabajando en su impulso.
En todo caso, y detalles al margen, no olvidemos lo esencial: se trata de empezar a tomarse en serio algo tan razonable como que esa exigencia moral incondicional que es evitar que se vulneren los derechos por las empresas se convierta también en una exigencia legal. Algo -y perdonen la insistencia- que no debería dejar de intentar -y a lo que no debería dejar de contribuir en la medida de sus fuerzas- todo gobierno que se considere decente.
* Por José Ángel Moreno. Consejo Asesor del Observatorio de RSC, miembro de Economistas sin Fronteras. Artículo publicado en AgoraRSC