Por José Ángel Moreno. Vicepresidente de Economistas sin Fronteras y miembro del Consejo Asesor del Observatorio de RSC. Artículo publicado en Diario Responsable
Informaciones recientes parecen ratificar el compromiso formal de los mayores bancos españoles con la responsabilidad social: el Banco Santander reitera su compromiso con la banca responsable y BBVA informa de su nueva y ambiciosa estrategia de desarrollo sostenible, noticias a las que debe sumarse el hecho de que CaixaBank fue galardonado no hace mucho como el “mejor banco responsable de Europa”.
Aunque deben ser recibidas con precaución, porque en este campo del dicho al hecho hay demasiado trecho, son noticias que -al menos en parte- son desde luego positivas: fundamentalmente porque -políticas de imagen al margen- reflejan la cada vez mayor exigencia social de responsabilidad en el negocio bancario y el eco creciente que, poco a poco, esa demanda está requiriendo en las entidades financieras. Está muy bien, sin duda. Pero convendría profundizar un poco más en esta cuestión: la valoración de estas informaciones no puede quedarse en este punto, porque eso supondría dejar de lado consideraciones imprescindibles.
En efecto, cuando hablamos de responsabilidad en el negocio financiero no deberíamos olvidar las múltiples dimensiones que este concepto tiene en este ámbito: su carácter distintivo frente al que tiene en el resto de sectores económicos. Algo que deriva de la propia importancia y centralidad del sector financiero y de su intensa y múltiple influencia en el conjunto de la actividad económica. Una importancia, una centralidad y una influencia diferenciales que imponen una exigencia de responsabilidad también diferencial.
Por eso creo que en este terreno -en el conjunto de los mercados financieros, no sólo en la banca-, y en lo que respecta a grandes empresas, no basta con cumplir con los tres niveles que Alberto Andreu consideraba recientemente -en estas mismas páginas- como los requisitos esenciales de la responsabilidad social empresarial (cumplir las leyes, minimizar los impactos negativos de la actividad y maximizar los positivos). No es que eso sea moco de pavo, por supuesto: pocas empresas grandes -si es que alguna- hay que los aprueben con mínima seriedad. Criterios, además, que en el caso del sector financiero implican algo que suele tener mucha menos importancia en otros sectores, pero que en el caso de las finanzas afecta al núcleo central de la actividad de muchas grandes entidades: que deben minimizarse los impactos negativos y maximizarse los positivos no sólo de la actividad directa, sino también de la indirecta. Es decir, de los efectos que genera la actividad de las empresas y proyectos financiados o participados por el sector. Si en la incidencia directa es ya muy cuestionable el nivel de la responsabilidad de las grandes entidades, en lo que respecta a la indirecta las insuficiencias son de una enorme -y con frecuencia devastadora- dimensión (pese al presunto compromiso con la RSC y a la firma de todo tipo de adhesiones para el respeto de los impactos sociales y ambientales de su actividad financiera).
Pero incluso, como apuntaba, tampoco bastaría con buenas prácticas en este aspecto. La responsabilidad social del sector tiene otras connotaciones todavía más amplias. Dimensiones frecuentemente olvidadas en las disquisiciones sobre la RSC, que rebasan el nivel estrictamente individual de cada entidad, que se refieren al conjunto del sector y que han provocado continuos problemas sociales de gravedad difícilmente minusvalorable. Dos de ellas, al menos, merecerían una reflexión detenida.
Fomento del cortoplacismo
La primera tiene que ver con el fortísimo poder de condicionamiento que los mercados financieros tienen sobre las empresas. Un condicionamiento que no sólo se limita a la tradicional capacidad de la banca para discriminar a las empresas a las que financia, sino que se viene haciendo cada vez mayor con la creciente importancia del papel de los mercados de capitales y de los inversores institucionales (sobre todo, fondos de inversión y de pensiones en sus diferentes modalidades). Mercados y agentes -detrás de los que a menudo está la gran banca convencional- que se han convertido en financiadores e inversores fundamentales en las grandes empresas y que -sobre todo los segundos- son inherentemente cortoplacistas, porque buscan maximizar permanentemente el valor patrimonial de sus inversiones y frecuentemente no aspiran a fortalecer la solidez económica de las empresas en las que invierten o financian, sino el incremento rápido de su valor accionarial, para materializar lo antes posible plusvalías. Con su creciente intervención financiera inducen así un estilo de gestión que está condicionando de forma cada día más acusada los objetivos y las estrategias de las empresas (especialmente de las grandes empresas cotizadas, las más influenciables por los mercados de capitales y los inversores institucionales), empujándolas continuamente hacia la intensificación del cortoplacismo, hacia la maximización permanente del valor de la acción y hacia la consiguiente búsqueda de beneficios que batan al mercado (es decir, extraordinarios).
Se trata de un fomento del cortoplacismo que implica el incentivo de las estrategias menos compatibles con la sostenibilidad y la RSC, y, por contra, el desaliento de las que podrían favorecer más consecuentemente estos objetivos: una aunténtica penalización de la RSC. Algo que se extiende inevitablemente en todo el tejido empresarial -porque es muy difícil resistir la competencia de las empresas con altas rentabilidades a corto plazo- y que tiene su correlato trágico en el tipo de modelo productivo que estas estrategias cortoplacistas están impulsando a nivel macroeconómico: prioridad a las inversiones financieras en perjuicio de las productivas, propensión al endeudamiento y a la reducción del peso de los fondos propios -porque así se intensifica la rentanbilidad del capital-, incentivo a fusiones y adquisiciones con criterios de corto plazo -pero ineficientes a la larga-, fomento de fenómenos como la subcontratación, la externalización y la deslocalización, generalización de políticas laborales dirigidas a la reducción de costes salariales, a la flexibilidad contractual y a la marginación de la negociación colectiva, deterioro de la productividad, incremento del paro y de la desigualdad, debilidad del consumo… Un modelo, en definitiva, frágil, ineficiente y propenso al desequilibrio- tanto a nivel interno de las empresas como a nivel general-, de inequívocos efectos negativos a largo plazo para la sostenibilidad empresarial y para el conjunto de la economía y que ha provocado costes y quebrantos notables en muchas familias y empresas y en la situación fianciera del sector público. Un modelo, hay que recordarlo, en cuya consolidación ha tenido una considerable responsabilidad el sector financiero.
Propensión a la inestabilidad
La segunda dimensión tiene un alcance tan más general o más que la anterior y deriva de rasgos inmanentes al sector financiero, pero que se han ido agudizando intensamente durante la larga etapa de debilitamiento de la regulación (desde la década de 1980 hasta la crisis). Parece ya difícil -después de todo lo sucedido- cuestionar las características que el ahora tan recordado -pero durante tanto tiempo tan olvidado- Hyman Minsky destacara en el sector financiero: su incontenible tendencia a la inestabilidad, al exceso, a las burbujas de crédito y al cortoplacismo que le caracterizan en etapas de crecimiento si no se le constriñe suficientemente con un adecuado control público. Tendencia que genera una correspondiente propensión al incremento del riesgo financiero sistémico y a las crisis recurrentes, tanto más graves cuanto mayor es el tamaño del sector y sus imbricaciones en el conjunto de la economía. Lo que, evidentemente, produce consecuencias muy graves en la sociedad, y particularmente en los colectivos más vulnerables.
Es algo que se ha visto poderosamente agravado por las transformaciones experimentadas en el sector financiero y en la propia banca a lo largo de las últimas décadas, especialmente con el mencionado aumento del protagonismo de los mercados de capitales y de los inversores institucionales en la financiación empresarial y con la reducción sustancial de la tradicional función de la banca de intermediadora crediticia con las empresas no financieras, en beneficio del aumento de una actividad cada vez más centrada en los propios mercados financieros (en muchos casos, de carácter fuertemente cortoplacista y muy cercana a la pura especulación). Una reorientación que, al margen de la intensificación de la tendencia a la inestabilidad y al riesgo que propicia, produce con harta frecuencia consecuencias severamente negativas en muchos países y colectivos: como las habituales oscilaciones bruscas en los tipos de cambio y en los precios de materias primas y cereales, que generan daños patentes en las finanzas de muchos países y en las condiciones de vida de millones de personas.
En resumen
Cuando los responsables de las grandes entidades financieras se asombran de la escasa credibilidad que mayoritariamente producen sus renovados compromisos con las responsabilidad social y la sostenibilidad, habría que recordarles la responsabilidad general del sector financiero en los problemas anteriormente citados: los problemas que recurrentemente provoca su forma de actuar en el conjunto de la economía -y que han padecido y padecen amplios sectores de la sociedad-, cuya última manifestación ha sido la crisis todavía no digerida, en la que la culpabilidad de las finanzas ha sido inmensa. Algo, seguramente, que rebasa la pura esfera de la responsabilidad de cada entidad en particular, pero en lo que han influido decididamente todas las grandes entidades del sector, porque esa forma de entender el negocio financiero les ha reportado enormes beneficios. Y que podrían haber al menos mitigado, de haber actuado como entidades que se responsabilizaran verdaderamente de sus efectos en la sociedad. Por eso, en ese difícil cómputo entre los cuantiosos beneficios contables y los incontables dolores producidos radica también, no lo debemos olvidar, la responsabilidad del que ha sido durante mucho tiempo -y probablemente sigue siendo- el sector hegemónico de la economía mundial.