La RSE o la imposibilidad de cambiar los comportamientos empresariales

Los límites de la RSE (I)

La RSE o la imposibilidad de cambiar los comportamientos empresariales

Artículo de José Ángel Moreno (Economistas sin Fronteras y Observatorio de RSC) para el diario Bez.

Hace unos días, la dirección del diario Bez tuvo la amabilidad de invitarme a participar en un coloquio sobre esta cuestión, conducido por Ignacio Muro y en el que también intervinieron dos colegas entrañables (Manu Escudero y José Carlos González). Sintetizo a continuación la primera parte de mis ideas sobre el tema.

 Casi todo lo que se relaciona con la responsabilidad social empresarial (RSE) es objeto de debate: desde luego, también la valoración de sus resultados. Y muy especialmente en lo que respecta a las grandes empresas, que es el colectivo prioritario en torno al que surgió el concepto y el que sigue concitando el grueso de las reflexiones. No obstante, parece cada vez más extendida la opinión de que, aunque se acepte que la RSE ha aportado numerosas innovaciones a la gestión empresarial, en general no han pasado de ser más que cambios superficiales, afectando todavía muy poco -si es que afectan en algo- a las cuestiones verdaderamente importantes: a los criterios, valores, objetivos y comportamientos básicos de dichas grandes empresas. En este sentido, muchos expertos están llegando crecientemente a la conclusión de que la RSE se enfrenta a límites que acaban convirtiéndose en obstáculos infranqueables para la consecución de sus objetivos primigenios (transformar realmente los comportamientos empresariales, erradicar las malas prácticas, eliminar -o mitigar todo lo posible- las externalidades negativas).

Es una impresión que probablemente afecta a la propia idea genérica de la RSE, pero muy especialmente a la forma concreta en que la entienden y aplican mayoritariamente las grandes empresas que afirman que apuestan por ella: una forma de entenderla y aplicarla que se ha convertido en la concepción claramente dominante de la RSE. Esa concepción para la que la RSE no es necesariamente una cuestión de ética, sino ante todo de inteligencia, de egoísmo ilustrado: una filosofía de la gestión que las empresas asumirán en la medida en que sean capaces de percibir que -aunque sea de forma difusa, diluida en el tiempo y muy difícilmente concretable y cuantificable- acaba siendo a la larga positiva económicamente para la empresa. Por eso, la empresa responsable es ante todo la empresa inteligente, la empresa capaz de entender cuáles son sus verdaderos intereses a largo plazo y capaz también de no supeditarlos por consideraciones cortoplacistas. Es lo que se ha dado en llamar el “business case” de la RSE: su justificación en términos pura y descarnadamente económicos. Una justificación de la que se deriva una visión eminentemente voluntaria -e incluso unilateral- de su práctica.

Al margen de que se trata de una argumentación en buena medida retórica y en la que es muy cuestionable que crean realmente las grandes empresas que dicen defenderla, es esta aproximación a la RSE la que está revelando límites patentes, por un lado, operativos y de alcance, pero ante todo conceptuales.

La instrumentalización de los valores

Es difícil negar el grado de instrumentalización con que se entiende la RSE desde esta acepción. Se trata, en esencia, de una herramienta o, si se quiere, de una inversión: estratégica y de largo plazo, sin duda, pero una inversión que la empresa tiene que evaluar como lo hace con todas las restantes: aceptándola sólo si genera unos resultados finales superiores a los costes que comporta.

En este sentido, la finalidad última de esta forma de entender la gestión responsable sigue siendo -como en la gestión convencional- el beneficio. Ciertamente no -al menos, en la teoría- la maximización del beneficio a corto plazo, pero sí la optimización de la senda de evolución del beneficio a largo plazo. Algo que -aparte de no resultar en absoluto subversor de la visión tradicional de la empresa- sigue orientando toda la actividad empresarial en función de los intereses de los accionistas, para cuyo óptimo beneficio a largo plazo los restantes grupos de interés son simples instrumentos: que deben gestionarse con prudencia para evitar conflictos que pueden resultar problemáticos para los intereses de los accionistas; pero simples instrumentos.

Parece obvio que una concepción de la RSE de este tipo díficilmente tendrá la fuerza suficiente para impulsar en medida deseable el avance hacia esos objetivos esenciales que antes se apuntaban. En la práctica, la decisión de asumir criterios responsables dependerá de la percepción que cada empresa tenga sobre los efectos que a la larga puedan reportarla y de su consideración de los inconvenientes que puedan suponer en las circunstancias concretas por las que atraviese. Si es ésta la única justificación para asumir la RSE, la empresa se considerará legitimada para no asumirla si, por las razones que sean, no percibe esa rentabilidad; o para hacerlo de forma selectiva (sólo en los aspectos o en los lugares que juzgue convenientes). Un doble lenguaje lamentablemente generalizado en las grandes empresas que se dicen responsables.

 

 

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