el precio de la desigualdad

Los costes de la creciente desigualdad

Tradicionalmente tendemos a criticar la desigualdad económica en términos de justicia. El problema de este encuadre radica en las diferencias ideológicas del concepto. Para algunos, por ejemplo, la desigualdad económica supone un aliciente para el trabajo y el esfuerzo.

Lo novedoso del planteamiento de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía 2001 y autor del libro El precio de la desigualdad, que presentó el pasado día 14 en el Caixa Fórum de Madrid, es que la desigualdad (extrema, tendríamos que añadir) resulta perniciosa tanto desde un punto de vista político como social y, he aquí la originalidad: económico. ¿Podríamos, por tanto, situar el debate de la desigualdad en términos objetivos o científicos?

Al respecto de la desigualdad sus niveles no han parado de subir desde los últimos años de presidencia Reagan y los primeros de la era Bush hasta hoy en día, tanto que empezamos a alcanzar parámetros de la Gran Depresión. La brecha salarial entre trabajadores, por ejemplo, se ha incrementado exponencialmente en las últimas décadas; “Un director ejecutivo medio gana hoy 364 veces más que un empleado medio, cuando hace 40 años apenas llegaba a 20 veces más” (Robert Reich en Wall Street Journal). De acuerdo con una encuesta de estructura salarial publicada por el Instituto Nacional de estadística (2006), en España la brecha entre lo que cobran los ejecutivos y lo que recibe un asalariado medio aumentó un 45% entre 1995 y 2006. De acuerdo con el Ministerio de Hacienda, 6 de cada 10 trabajadores no llegan a 1.100 euros brutos al mes.

Como resultado de ello, se han derrumbado dos mitos. El primero, generalista: aquel que sostiene que la disparidad en riqueza no tiene tanta importancia pues se distribuirá finalmente, desde arriba hacia abajo,por “goteo”. Las cifras prueban lo contrario: los ricos son absolutamente más ricos, los pobres son cada vez más pobres y la clase media crecientemente más reducida. El segundo afecta a la propia raíz ideológica de América: el american dream se ha detenido: en Estados Unidos ha desaparecido casi en su totalidad el transvase interclase, al menos en lo que se refiere al movimiento hacia arriba.

La principal consecuencia económica de este creciente desequilibrio contradice el principal objetivo del capitalismo: el crecimiento. Mientras que la clase media o los ricos gastan no sólo el 100 sino a menudo el 120 por 100 de sus ingresos, el “ultrarrico” jamás es capaz de gastar sus ingresos y los atesora. De ahí el crecimiento de esos paraísos fiscales que han podido llegar a alcanzar a estas alturas un tercio del PIB mundial, alojando riqueza improductiva o escondiendo, en los términos en que se expresó Stiglitz, un tercio de “la tarta”.

Pero es que, además, la desigualdad tiene otros costes: las grandes corporaciones monopolísticas, mediante su imbatible capacidad de manipulación de precios, distorsionan los mercado sectoriales. Por si fuera poco, gracias a sus influencias políticasreciben subsidios reales (políticos) o encubiertos (supuestamente apolíticos), como es el caso de la industria armamentística estadounidense, cuyos productos se estiman sobrepreciados en un 25 por 100.

Las consecuencias sociales representan la otra cara de la desigualdad económica o, dicho en otros términos, la desigualdad económica siempre se ha reflejado en desigualdad política o social. El desproporcionado poder económico del famoso 1% tiene su paralelo en un desproporcionado poder político, de manera que los intereses del resto, el 99% acaban arrumbados. Los donantes electorales invierten en “futuros” (otra manera de decir también que compran candidatos), lo que hace al autor sostener que el sistema americano ha cambiado el lema “una persona, un voto”, por el más realista “un dólar, un voto”. No hay ejemplo más expresivo de la influencia política del “ultrarrico”que la regresividad creciente de los impuestos norteamericanos, tendencia que permitió a Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del planeta, reconocer que pagaba al fisco menos que su secretaria.

La elefantiasis de las grandes fortunas y su secuestro de los representantes políticos se traduce en una creciente desafección democrática entre la población. En las últimas elecciones norteamericanas, por ejemplo, el 80% de los jóvenes renunciaron a votar. Desilusión que se extiende a la justicia. En tanto en cuanto las leyes son cada vez más expresión de los intereses de una minoría, las mayorías, al entrar en conflictocon la primera, siempre llevan las de perder, lo cual contribuye al desprestigio o incluso la deslegitimación de las instituciones y aventura futuros conflictos político- sociales.

Las consecuencias de las tendencias históricas de estos últimos 30 años han llegado. La crisis actual supone la expresión de la irracionalidad de un sistema en el que el capital financiero, altamente volátil, arrebata el poder al capital productivo, mucho más estable, o en el que la riqueza se acumula en cofres lejos del alcance de las clases medias. Mientras los unos siguen acumulando dinero en plena crisis, los otros no paran de perder sus puestos de trabajo o su capacidad adquisitiva.

Aunque Stiglitz centra su trabajo en Estados Unidos, no cabe duda de que su visión comprende también la Unión Europea. Sus críticas se extienden a las instituciones europeas, como el BCE, que se exime de regular la economía, permitiendo el crecimiento de bancos demasiado grandes para caer y sosteniendo políticas monetarias cuyos máximos beneficiaros son estos mismos grandes poderes.

Como todo libro que pretende ser de mayorías o de éxito en Estados Unidos, el suyo no podía o debía acabar mal, defendió con sorna en su presentación Joseph Stiglitz. Así que en esta ocasión se ha preocupado de contar la cara optimista del asunto. Y es que, según él, cambiar la tendencia es estructuralmente fácil. Se requiere poco más que una reforma fiscal y jurídica, una mayor regulación financiera y una política monetaria diferente. Este viraje se producirá tarde o temprano, porque el 1% se dará cuenta de que necesita el bienestar y el crecimiento del otro 99% (tanto por la inestabilidad política como por la decadencia económica resultante), aunque seguramente lo haga demasiado tarde en términos de sufrimiento social. El camino será seguramente más tortuoso para los europeos, pues la fragmentación política y económica dificultará esta tendencia ya de por sí zigzagueante.

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