Límites de la RSE

Los límites de la RSE (II)

Los otros límites de la RSE

Artículo de José Ángel Moreno (Economistas sin Fronteras y Observatorio de RSC) para el diario Bez.

Para una buena parte de los profesionales que nos hemos dedicado a la RSC, una conclusión se impone: si se quiere avanzar de verdad hacia la mejora sustancial de los comportamientos empresariales, entonces la concepción dominante de la RSE no basta. Hace falta plantear una aproximación radicalmente diferente para impulsar y exigir con firmeza una mejora sustancial de los comportamientos de las grandes empresas. Una aproximación que no puede fundamentarse ni en la voluntariedad ni en la presunta inteligencia empresarial (como tampoco en sus hipotéticas convicciones morales).   Muy al contrario, se trata de una cuestión que trasciende ampliamente el debate estricto sobre la RSE y que requiere ser enmarcada en una perspectiva más general y mucho más compleja. Una perspectiva inevitablemente política, que afecta al conjunto del sistema económico.

Y es que la RSE está lastrada no solo por limites conceptuales, sino también por sus propios límites operativos y de alcance.

La discutible rentabilidad de la RSE

A pesar del ingente número de estudios realizados para contrastar la presunta rentabilidad de la RSE, lo cierto es que no se ha llegado a una evidencia empírica incuestionable. Pese a la existencia de indicios positivos, su conveniencia desde una perspectiva económica no ha quedado demostrada o, al menos, no con la claridad y simplicidad con las que necesitan las certezas quienes toman las decisiones importantes en el seno de las grandes empresas.

Algo que, inevitablemente, matiza sensiblemente la firmeza con la que se asume este tipo de compromisos: es difícil creer de verdad en lo que no se ve ni se toca.

Cuando el largo plazo es demasiado lejano

Pero aunque las empresas confiaran -como afirman muchas- en que la hipótesis fuera cierta, los efectos a largo plazo suponen habitualmente en la práctica una recompensa demasiado lejana y etérea frente a las incontenibles urgencias del presente: y es que el largo plazo es demasiado largo. Es muy difícil para la gran empresa disponer de la paciencia necesaria para esperar con templanza los benéficos efectos que a la larga rendirá la RSE, dejando de lado los posibles beneficios extraordinarios que pueden conseguirse en el corto plazo con criterios menos exigentes. No es de extrañar, así, que muchas grandes empresas presuntamente comprometidas con la RSE acaben limitando su responsabilidad sólo a aspectos poco relevantes, extendiéndola muy raramente a cuestiones verdaderamente importantes que puedan poner en cuestión los resultados del ejercicio. Es más: aunque quisieran, el ecosistema en el que viven (el mercado) dificulta sustancialmente esa paciencia. Lo que conduce al siguiente límite.

El mercado no penaliza los comportamientos irresponsables.

Toda esta concepción de la RSE descansa en una hipótesis muy razonable en la teoría, pero que en la realidad no siempre se cumple: que el mercado valorará positivamente los comportamientos responsables de las empresas. Es decir, que los diferentes grupos de interés reaccionarán positivamente ante la empresa responsable, desarrollando frente a ella actuaciones que, a su vez, la aportarán un mayor valor.

Lamentablemente, no siempre se verifica este círculo virtuoso. Más aún, hay segmentos muy relevantes del mercado que sistemáticamente lo dificultan: muy especialmente, los mercados financieros, cada día con mayor capacidad para condicionar decisivamente las decisiones empresariales (sobre todo, de las grandes empresas cotizadas) y casi siempre fuertemente cortoplacistas. Mercados, por eso, que incentivan las decisiones empresariales también cortoplacistas y que, en consecuencia, penalizan las decisiones basadas en criterios de largo plazo y de sostenibilidad y responsabilidad social.

Lo que viene a recordar algo que frecuentemente se olvida: que el margen de actuación del que dispone la empresa (incluso la muy grande) está poderosamente limitado por el marco en el que actúa. De forma que la habitual irresponsabilidad social de las grandes empresas no sólo es achacable a ellas ni es sólo fruto de sus maquiavélicas intenciones, sino así mismo producto del sistema en el que actúan. Lo que apunta a la existencia de un componente sistémico en esa irresponsabilidad: resultado de una lógica general que la fomenta (e incluso la exige).

Incapacidad para influir en las instancias de poder determinantes

Todo lo anterior permite intuir el último tipo de límites de la RSE convencional: su incapacidad para actuar sobre todas las instancias significativas que impulsan la irresponsabilidad social empresarial.

En primer lugar, por lo que acaba de apuntarse: porque en no escasa medida es el propio sistema económico el que fomenta la irresponsabilidad empresarial. Proceso agudizado a lo largo de las últimas décadas, paradójicamente en el período de aparente expansión de la RSE, que ha coincidido con el período de apoteosis del modelo económico neoliberal: un modelo que -frente a lo que pregona la RSE en la teoría- ha inducido en la realidad (y con toda crudeza) a criterios y comportamientos empresariales abiertamente contrapuestos con aquélla (cortoplacismo; hegemonía y condicionamiento creciente de los mercados financieros y financiarización de la actividad empresarial; persecución del máximo valor para los accionistas y reforzamiento de la posición dominante de éstos en el gobierno empresarial; intensificación de los fenómenos de externalización, subcontratación y deslocalización; deterioro rampante de las condiciones y los derechos laborales; espeluznante intensificación de las desigualdades en el seno de la empresa…). Con lo que no debería extrañar que en estos años de la pretendida edad de oro de la RSE se hayan agravado como nunca antes en la historia del capitalismo moderno las malas prácticas de todo tipo, las externalidades negativas y, en definitiva, la irresponsabilidad social de las grandes corporaciones. En no pocos casos, para más inri, en las mismas empresas que, al mismo tiempo, blandían inocentemente el virginal estandarte de la RSE.

En segundo lugar, porque las malas prácticas de las grandes empresas derivan fundamentalmente de su propia potencia: de su desequilibrado poder de mercado y de su capacidad de condicionamiento en todos los niveles de la vida. Algo frente a lo que la concepción dominante de la RSE es manifiestamente impotente.

Son fenómenos, ambos, frente a los que la RSE convencional no dispone de arsenal ni permite actuaciones mínimamente significativas. De poco servirá si no se dispone de la voluntad y de la capacidad para revertir o mitigar la penalización sistmémica de los criterios responsables por el mercado y para frenar y controlar el poder corporativo.

Lo dicho: revitalizar la RSE requiere dotarse de una perspectiva inevitablemente política, que afecta al conjunto del sistema económico. Casi nada.

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