Artículo de José Ángel Moreno (Economistas sin Fronteras)
Como sucede con todas las publicaciones del Observatorio de RSC, es muy recomendable la lectura, aunque sea en diagonal, de su reciente documento Políticas públicas y RSC (presentado oficialmente el pasado 22 de octubre). Y no sólo por lo que constituye su objetivo básico (el planteamiento de una larga y muy razonable lista de propuestas a los partidos políticos para mejorar la regulación y el fomento de la responsabilidad social corporativa -RSC-), sino también por lo que refleja en sus anexos: que (aparte de las conocidas directrices no obligatorias de organismos internacionales) ya existe en la Unión Europea y en muchos países cierta carga legislativa en este terreno. Insuficiente y parcial, sin duda, pero reveladora de lo que, pese a las considerables resistencias empresariales y políticas, parece que se está produciendo: un incremento paulatino -aunque desesperantemente lento, contradictorio, descoordinado y con no pocos retrocesos- de la intervención estatal en ese sacrosanto reducto de la voluntariedad y la unilaterialidad que para las empresas debería ser la RSC.
Se trata de una tendencia que, demasiado pacatamente, va consolidándose a duras penas, particularmente desde el estallido de la crisis y de la constatación de lo mucho que habían influido en su gestación las políticas desreguladoradoras impulsadas por gobiernos neoliberales y por la Economía neoclásica dominante. Tras la tragedia de la crisis, y pese a que siguen imperando esas políticas y esa ideas, parece que en la práctica se va asumiendo en algunos países (sobre todo de la Europa central y nórdica) que determinados ámbitos de la actividad de las empresas (y muy especialmente de las muy grandes) no pueden quedar al arbitrio de su voluntad, porque afectan de forma decisiva a la calidad de vida y a los derechos de muchos colectivos.
Algo en lo que seguramente está influyendo la creciente conciencia social acerca de lo mucho que está en juego: a medida que aumenta la capacidad de incidencia de las empresas en los sectores con los que se relacionan y en el conjunto de la sociedad, aumenta también la convicción acerca de la necesidad de regular nuevos aspectos: calidad de los productos o servicios, información sobre contraindicaciones posibles y fechas de caducidad, relaciones laborales, impacto ambiental, ocultación o tergiversación de información básica y transparencia informativa, manipulación del consumidor, vulneración de derechos esenciales de partes afectadas por la actividad en toda la cadena de valor, procedimientos de gobierno coprorativo… Llámese responsabilidad social o llámese como se quiera: de lo que se trata es de evitar o mitigar actuaciones empresariales que pueden tener efectos nocivos (en ocasiones dramáticos) para determinados sectores o para toda la sociedad. Una preocupación que, naturalmente, tiene tanta más importancia cuanto más crece la dimensión y la importancia de las grandes empresas, porque mayor es entonces su capacidad de incidencia.
Pero no debería preocuparnos sólo reducir esos impactos evidentes, porque esa capacidad de incidencia de las grandes empresas en nuestras vidas es mucho mayor y frecuentemente mucho menos explícita. No es nada nuevo que las grandes empresas son núcleos de poder fundamentales en nuestro tiempo. Un poder cada vez mayor, intensamente fortalecido con la oleada neoliberal y la globalización y que se ha visto notablemente reforzado con las medidas generalizadamente adoptadas frente a la crisis, tras las que ha subyacido en no pocos casos -por utilizar una frase rotunda de Álvarez, Luengo y Uxó– una clara intención de aplicar sin subterfugios “la estrategia diseñada por aquellos grupos que están situados en una posición privilegiada para afianzar su dominio sobre nuevas bases”.
Se trata de un fenómeno absolutamente determinantede nuestra realidad, que trasciende la esfera de lo económico y que ha llegado a materializarse en una casi omnipotente capacidad de imponer objetivos y ambiciones, de condicionar voluntades y conductas individuales y sociales, de externalizar costes, de aplastar derechos, de subordinar políticas, instituciones y gobiernos, de desvirtuar la democracia, de reorganizar, en definitiva, las sociedades en función de su lógica y de sus intereses, llegando a conformar lo que ha podido calificarse como “totalitarismo invertido”[1]. Ese poder que, por mucho crecimiento económico que presuntamente pueda incentivar, se está convirtiendo en nuestro tiempo en un obstáculo insalvable para un desarrollo integral, para una mayor autonomía de personas y comunidades, para avanzar hacia sociedades más democráticas y justas e incluso para encarar adecuadamente algunos de los mayores desafíos (como el cambio climático o la pobreza) a los que se enfrenta la humanidad. Un poder, de esta forma, que, como recuerda Susan George[2], se ha convertido en una auténtica “autoridad ilegítima” y que -aunque el tamaño también aquí importe, y mucho- no sólo es fruto de su dimensión: «No es sólo su tamaño ni su enorme riqueza y sus activos lo que convierte a las transnacionales en un peligro para la democracia. También lo son su concentración y su cohesión, su cooperación y su capacidad para influir, infiltrar y en algunos casos reemplazar gobiernos. Están actuando como una genuina autoridad internacional con el fin de defender sus intereses comerciales, su poder y sus beneficios en contra del bien común”.
Desde esta perspectiva, lo que pretende la filosofía de la RSC convencional no basta[3]: porque no basta -por importante y necesario que sea- con evitar malas prácticas y fomentar o exigir comportamientos decentes. Eso es necesario y suficiente probablemente con las empresas de pequeña y mediana dimensión, pero no con las muy grandes y poderosas. En este caso, la defensa de una economía y una sociedad más libres y justas requiere algo más: una permanente actuación de gobiernos, organismos internacionales y sociedades civiles de freno, control y reducción del desmesurado poder corporativo y de fortalecimiento -dentro y fuera de la empresa- de poderes compensadores. Lo que no implica necesaramente una actitud de rechazo radical de las grandes corporaciones: porque, en el mundo en que vivimos, probablemente son necesarias para la consolidación de economías innovadoras, competitivas y sustentadoras de niveles de vida dignos. De lo que se trata es -nada más, pero nada menos- de limitar ese poder desmesurado.
Precisamente -y como advierte Ignacio Sánchez Cuenca en un reciente y muy recomendable artículo- en ello radica en buena medida una de las mayores limitaciones de los partidos socialdemócratas para conseguir reducir los niveles de desigualdad, de pobreza y de exclusión en las sociedades occidentales y, en definitiva, para conseguir un mínimo éxito en sus programas de gobierno: la incapacidad de alterar mínimamente esa “configuración de poder tan desfavorable para sus intereses que se ha creado con el capitalismo financiero global”.
Por eso, para avanzar hacia sociedades más justas y equilibradas no basta con las políticas redistributivas clásicas de la izquierda (las que conforman el Estado de Bienestar), ni con simples políticas convencionales de mejora de la competencia y de reducción de las situaciones de privilegio en el mercado, ni, como decía, con el fomento de la RSC. Como el propio Sánchez Cuenca añade, se necesita algo más: “modificar esa configuración del poder…quebrar el poder excesivo de bancos y grandes corporaciones tanto sobre la economía como sobre la política”.
Ésa debería ser, en la modesta opinión de quien esto escribe, la perspectiva de la izquierda en relación con las grandes corporaciones empresariales. Una perspectiva, sin duda, eminentemente política. Una perspectiva que trasciende con mucho el reducido (aunque desde luego importante) alcance de la polémica estricta sobre la RSC: que es una idea que sólo ayudará a transformar realmente los comportamientos corporativos y a construir grandes empresas verdaderamente positivas para la sociedad en la medida en que se enmarque en esa perspectiva política más general. Ésa es, por otra parte, la perspectiva en la que a algunos idealistas trasnochados nos gustaría encuadrar las propuestas del estupendo documento del Observatorio de RSC que se citaba al comienzo de estas líneas.
[1] Ver al respecto S. Álvarez, “El poder de las empresas en la vida social”, Papeles de relaciones ecosociales y cambio social, nº 127, otoño de 2014.
[2] En la misma línea que el libro de S. George (Los usurpadores, Icaria, 2015), merece verse el del Colectivo RETS, Malas compañías, Icaria, 2013.
[3] Me he referido ya en bastantes ocasiones (quizás demasiadas) a esta insuficiencia. Puede verse una referencia relativamente reciente en “Blade Runner y RSC”.