Artículo de Luis Suárez Lasierra. Colaborador del Observatorio de RSC
La tendencia natural al desorden, sobre la que reflexionaba en la primera parte de este artículo, puede llevar engañosamente a concluir que el fenómeno de la corrupción puede simplemente combatirse, en el seno de las organizaciones, adoptando un buen sistema de supervisión y control. Sin embargo, este planteamiento, a mi juicio, peca de simplista por cuanto olvida que las organizaciones están formadas por personas, y es precisamente sobre su gestión sobre la que quiero detenerme.
Parece que es a Aristóteles a quien debemos la primera, y una de las más lúcidas, definiciones de la corrupción. Es lo que tiene ser un sabio, y griego por añadidura. Se refirió a ella como la situación en la que, en el poder, “la oligarquía desplaza a la Aristocracia”. Hay que convenir que se trata de una descripción precisa de la situación en la que parece que nos encontremos y, al respecto, resulta conveniente preguntarse si las organizaciones en que trabajamos están dirigidas por los ”mejores” o, por el contrario, han sido invadidas por la patología corrupta y si esta ha colonizado sus puestos de responsabilidad.
Es necesario, por consiguiente, preguntarse por el modo en que germina, evoluciona y se consolida esa enfermedad. Esas etapas de siembra, crecimiento y reproducción de la patología corrupta encuentran su correspondencia en las políticas de captación, incentivo y promoción de las personas dentro de las organizaciones.
La tesis que sostengo es la siguiente: si estas políticas de gestión de las personas se ejecutan bajo parámetros éticos, el riesgo de que la organización se corrompa se reduce drásticamente. Tal riesgo aumenta en la medida en que esa gestión se distancia de aquellos principios. En definitiva, si la organización es realmente responsable con las personas a las que emplea, la enfermedad corrupta resultará, en todo caso, episódica y de fácil tratamiento y erradicación. Lo contrario conduce a una degradación de todo el sistema organizativo que, en muchos casos, deriva en una metástasis que resulta del todo imposible controlar y aún menos extirpar. Entiendo que es muy conveniente no perder de vista esta concepción de la corrupción como enfermedad degenerativa que, en sus últimos estadios, puede llevar a la muerte de la organización.
No es difícil, en teoría, adoptar una gestión ética de las personas. Basta con seguir el imperativo kantiano de usarlas siempre como fines y nunca como medios. Es sorprendente la simplicidad y vigor de ese categórico y no lo es menos la facilidad con que nuestros sistemas de organización parecen ignorarlo. Existe, no obstante, un creciente número de empresas que han adoptado códigos éticos que, adornados de toda clase de compromisos en la materia, resultan con frecuencia no ser más que un disfraz de una ética impostada. En la práctica, ese disfraz corporativo revela su falsedad cuando se pone de manifiesto que las personas son instrumentalizadas –usadas como medios- y estas, en lógica reacción, deciden vestirlo como mecanismo de supervivencia. Se trata de una perversión que consiste en parecer y no ser, desvirtuando la esencia de la propia ética que, distorsionada, resulta particularmente dañina.
En este sentido, un fenómeno de importancia no menor es el de la tensión que surge en la persona al confrontar su propia perspectiva y patrones éticos con los que, de algún modo, percibe que se imponen desde su empresa. Cuanto más alejado se encuentre su ideal ético de la valoración del comportamiento de su organización, las posibilidades de conflicto aumentarán, de tal suerte que, al no integrar como propios los principios éticos empresariales, terminará participando de esa especie de farsa ética siendo, en todo momento, plenamente consciente de la impostura. En muchas ocasiones, esto constituye la disculpa para la legitimación de comportamientos personales desviados que encuentran justificación en la valoración que la persona realiza de su propia organización. Es fundamental no olvidar este planteamiento, pues si se quiere que la estrategia empresarial se haga realidad, es necesario contar con las personas y, para ello, es fundamental no olvidar que la liberación y expansión del talento individual, y su puesta a disposición del éxito de la empresa, se produce en un marco en el que tal liberación y aportación encuentran el incentivo adecuado. Tales incentivos, adicionalmente, solamente alcanzan eficacia si las personas asumen como propios los objetivos de la empresa y, en tal alineamiento, resulta capital la componente ética. Conviene no olvidar que las personas que trabajan en cualquier organización aportarán mayor valor cuanto mayor sea el compromiso ético que perciban por parte de ésta.
Respecto de tal compromiso corporativo son frecuentes afirmaciones grandilocuentes en los códigos éticos de las empresas de, por ejemplo, el siguiente tenor: “La conducta de las personas de EJEMPLAR S.A., y en especial de aquellos que lideran equipos, debe ser ejemplo de rigor, honestidad y profesionalidad. Estos valores deben transmitirse a los entornos en los que la compañía desarrolla su actividad. Las personas de EJEMPLAR S.A. son embajadores de la compañía y protegen su buen nombre y reputación.” De hecho, aunque el nombre de la empresa es figurado, el párrafo está extraído literalmente de uno de esos códigos. A la vista del mismo parece que nos encontremos, realmente, ante una empresa verdaderamente ejemplar, de elevados principios éticos y honestidad a toda prueba. Sin embargo, es curioso comprobar cómo, en la realidad, ese tipo de afirmaciones poseen un efecto contraproducente; pues cuanto mayor es la brecha entre el contenido de estas ampulosas declaraciones y la realidad del desempeño empresarial, mayor es el escepticismo de sus trabajadores y, en general, de todos sus grupos de interés, pues la posibilidad de defraudar expectativas crece a medida, precisamente, que lo hacen estas.
Por todo ello cabe indagar, en primer lugar, cuales son entonces las manifestaciones de un comportamiento realmente ético de las organizaciones en la gestión de las personas que las forman, al objeto de analizar su influencia en las diferentes fases de crecimiento y expansión de la corrupción.
La semilla o germen, como adelantaba, de la patología corrupta la constituye la política de captación o, como se da en llamar en esta época de barbarismos horteras, en el ámbito del “recruitment”. Si la organización basa esa política en las aptitudes y actitudes reales de las personas candidatas, huyendo de dudosos méritos, habrá dado un paso esencial en su buen estado de salud presente y futuro. Resultaría igualmente conveniente al respecto, y a la vista de su relevante presencia en puestos de responsabilidad, adoptar mecanismos que impidan el acceso a sicópatas con menguada capacidad de empatía.
Las políticas de incentivos y promoción resultan, en este terreno, de una enorme importancia. Nada hay más desmotivador que la percepción, por parte de las personas, de que tales políticas no siguen criterios de equidad ni justicia y parecen seguir dictados opacos que no son por ellos conocidos. La sensación de arbitrariedad que sobreviene a una política de esa naturaleza conduce a las personas a una desvinculación con los objetivos de la organización, a la que no se sienten éticamente unidos. Los responsables de las organizaciones no deberían olvidar que de esta desconexión se sigue la divergencia entre los caminos de la organización y de las personas que las forman: si estas pierden la confianza en aquella dejan de sentir como propios sus objetivos. Surgen de ello una serie de catalizadores de corruptelas, tanto de las incentivadas por la cúpula de organización, que podría estar premiando la consecución de objetivos o fines, sin interés por los medios, cuanto de las personas de espaldas a la organización. La corrupción, conviene tenerlo presente, surge tanto si el comportamiento desviado se adopta a favor de la organización como si se instrumentaliza la organización en beneficio propio.
En este ámbito, la situación en el sector público es particularmente desoladora. El mérito y capacidad que deberían alumbrar los procedimientos de incentivo y promoción, junto con las objetivas evaluaciones del desempeño, han sido sustituidos por otros criterios que, a menudo, resultan asombrosos. Entre los empleados públicos ha hecho fortuna el término “desayunator” –fonéticamente desayuneitor- que describe con acierto costumbrista a aquellos que, como fácilmente se adivina, se prodigan en eternos desayunos. Conocí un caso de una acrisolada desayunator quien, tras lustros de holganza, fue promovida, como consecuencia de un cambio de gobierno, a un puesto de responsabilidad. Una de sus primeras medidas, tras este increíble ascenso, fue poner en la calle a una trabajadora de una empresa pública, compañera suya de interminables almuerzos, con el argumento de que “esa no hace nada, que lo sé muy bien”. Traigo esta anécdota chusca, ejemplo por otra parte de la ley del embudo, porque pone de manifiesto los rasgos esenciales de la política de promoción en el sector público que, aunque sorprenda, se basa frecuentemente en el propio paradigma desayunator: el futuro del trabajador puede depender en buena medida de sus compañeros de almuerzo y de sus méritos como almorzator, además por supuesto de la fidelidad que muestre al grupo político que, en ese momento, ejerza el poder.
Este diagnóstico no hace sino confirmar la tesis de partida: la salud de una organización, y sus posibilidades de combatir la patología de la corrupción, dependen de su política de gestión de las personas que la forman y, esencialmente, de la convergencia real de esa política con el imperativo ético que exige tratarlas como fines en sí mismas.
El código ético de una organización socialmente responsable debería entonces limitarse a recoger ese imperativo y a ejercer un compromiso real sobre su cumplimiento.