Las grandes empresas españolas ganaron en 2010 un 4,3% más que en 2009 pero el 1,8% de los trabajadores de esas empresas perdieron su puesto de trabajo. Se gana más pero se pierde empleo. Ya sé que se podría decir que son las cosas de la estadística, pues unas empresas ganan y otras pierden empleo. Si se juntan los dos datos aparece la contradicción. Ojalá fuera esa la razón. Por ejemplo, Telefónica ganó en el año 2010 la cifra record de 10.167 millones de euros y en 2011 ya anuncia una reducción de plantilla de un 20% (5.800 puestos de trabajo). Y los empresarios siguen pidiendo reformas que permitan una mayor flexibilización del trabajo. Ulrich Beck planteaba en 2001 que “en todas partes se exige flexibilidad: en otras palabras, un empresario tiene que poder despedir a los empleados con mayor facilidad… los trabajos disponibles son cada vez más a corto plazo renovables, es decir, extinguibles”. Esta precarización es fácil conseguirla pues, según U. Beck, “a partir de los años setenta, la relación entre el crecimiento del PIB y el empleo se ha debilitado en los países del OCDE, crecimientos del PIB no han ido acompañados de crecimientos en el empleo”. Lo que es atribuible “al éxito del capitalismo tecnológicamente avanzado” y a un concepto social basado en el individualismo, dejando para el individuo la solución de los riesgos que comporta este nuevo modelo social que se está conformando, del que la empresa intenta des-responsabilizarse. Recientemente decía el Director General del FMI que no nos han de engañar los signos que aparecen indicando cierto resurgimiento de la actividad económica si éstos no crean empleo. Para crecer de verdad, decía, hay que desarrollar el empleo (job, job, job, expresaba insistentemente). Pero si las empresas no lo asumen como compromiso explícito, ¿Quién ha de asumir el reto de crear empleo? ¿Sólo las políticas públicas?
Se ha desligado crecer económicamente de equidad social, por lo que el empleo no es responsabilidad de nadie salvo, aparentemente, de las políticas públicas. Desde luego no lo es (o piensa que no lo es) de quien se creyó que la rentabilidad del corto plazo y la maximización del beneficio son los motores de esta economía y, a la vez, predica la libertad del mercado, pero tan solo cuando a sus actores dominantes les viene bien, demando la ayuda del Estado cuando las aguas amenazan su hundimiento. Por ello no es extraño, aunque rechine a los oídos del alma, que coincidan en el tiempo una reducción de plantilla, con la obtención de un récord de beneficios y el pago de cantidades insospechables a los directivos.
Lo que ganaron los diez ejecutivos mejor pagados de España en 2010 fue 60 millones de euros, una media de 6 millones, con desviaciones desde 16,5 millones el que más y 1,2 millones el que menos. Sin contar los derechos de pensiones y lo que les corresponda por sus paquetes de acciones. Concretamente en Telefónica, el Comité Ejecutivo y los Consejeros del Grupo recibirán este año 13,7 millones de euros en dividendos. El sueldo de su Presidente es como el de 78 trabajadores de esa empresa. Pero el empleo no se mantiene. El conjunto de las cajas de ahorro ha retribuido a sus Directivos y Consejos con 131 millones de euros el año 2010 (el año que menos beneficios obtuvieron), tan solo un 0,96% menos que en 2009 (es la media de las 35 cajas, porque de ellas 15 sí subieron el sueldo de sus directivos), pero han prescindido de 2.446 trabajadores en 2009 y de 4.228 en 2010.
Los razonamientos que algunos dan para justificar estas disonancias son que esas empresas son privadas y, por ello, pueden pagar lo que deseen a sus ejecutivos. Habría que añadir que esas cantidades las deciden los propios ejecutivos que las cobrarán (se autopagan). Esos intentos de justificación tan solo se mueven en un entorno cultural que no tiene justificación desde un mínimo análisis de las consecuencias sociales que todo ello comporta.
El economista George Soros (poco sospechoso de revolucionario) dijo, hablando de ética y responsabilidad social de las empresas, que “demasiada competitividad, demasiada poca cooperación pueden causar inequidades intolerables e inestabilidad”. Algo parecido dijo en 1998 (antes de esta crisis que parece justificar todo) Wolfenson, entonces Presidente del Banco Mundial: “Debemos ir más allá de la estabilidad financiera. Debemos abordar los problemas del crecimiento con equidad a largo plazo, base de la prosperidad y del progreso humano. Debemos prestar atención a los cambios institucionales y estructurales necesarios para la recuperación económica y el desarrollo sostenible. Debemos ocuparnos de los problemas sociales. Debemos hacer todo eso, porque si no tenemos la capacidad de hacer frente a las emergencias sociales, si no contamos con planes a más largo plazo para establecer instituciones sólidas, si no logramos una mayor equidad y justicia social, no habrá estabilidad política. Y sin estabilidad política, por muchos recursos que consigamos acumular para programas económicos, no habría estabilidad financiera”.
Lo que están diciendo es que las políticas económicas se han de apoyar en las políticas sociales, y no al revés, como hasta ahora ha venido ocurriendo. Lo social, en el mercado actual, es una derivada de lo económico. No es esencial en las políticas públicas. Por ello lo social es marginal. Lo que pretende el antiguo Presidente del Banco Mundial no se ha comenzado a realizar, salvo excepciones. El sociólogo francés A. Touraine decía en 1997 que “el principio central de la nueva política social es que en vez de compensar los efectos de la lógica económica, debe concebirse como condición indispensable del desarrollo económico”.
Sin embargo la ética no es más que un elemento culturalmente decorativo en este llamado “libre mercado”, resistente a su “reinvención” (como planteaba Sarkozy al comienzo de la crisis actual) y corruptor de lazos de equidad social. En este esquema el empleo no es compromiso de las empresas y, parece, solo de las políticas públicas que han de facilitar más flexibilidad, según demandan los empresarios. Como si estos lucharan contra sus propios principios, bien definidos cuando Henry Ford, en la primera mitad del siglo XX, decía que había que pagar mejor a los trabajadores pues, si no, quien iba a comprar los coches que fabricaban. Parece que hemos llegado a un momento en que se desea el mayor crecimiento de las empresas olvidando sus consecuencias en la equidad social. Por cierto, el Banco Mundial acaba de decir que hay 44 millones más de pobres en el mundo que al comienzo de la crisis.