Con este artículo pretendo demostrar que la salida del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, que anunció el pasado primero de junio el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha sido un acto chusco y desesperado de un grupo de individuos ideologizados que han perdido el tren de nuestro tiempo. Ni las empresas más ligadas a las energías fósiles que hace unos pocos años, incluso meses, podrían haberles apoyado, ahora lo harían. El fenómeno es muy reciente, tanto, que algunos parecen no haber actuado en consecuencia.
Veamos: en nuestro país no ha tenido repercusión uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia de la lucha contra el cambio climático. Tuvo lugar en Dallas el pasado 31 de mayo, es decir, sólo un día antes del anuncio de Trump. En esta ciudad texana se reunía la junta general de accionistas de ExxonMobil, el gigante norteamericano del petróleo, y se producía un hecho insólito que algunos calificaron de histórico. Insólito porque la junta directiva de Exxon rara vez pierde una votación e histórico por lo que en breve vamos a comprobar.
Liderados por algunos de los mayores fondos de inversión del mundo, BlackRock, Vanguard o State-Street, el 62,3% del accionariado de la compañía petrolera exigía a esta que se elaborase un informe abierto y detallado sobre los riesgos del cambio climático en el negocio. Los principales inversores se enfrentaban a la dirección para pedir adoptar transparencia y divulgación de los riesgos del calentamiento global en la estabilidad financiera a largo plazo de ExxonMobil. Dicho en plata: se pedía cambiar la política y reconocer que el cambio climático está destinado a provocar unos impactos decisivos y estructurales en los balances de la compañía.
«Es una victoria sin precedentes para los inversores en la lucha por una transición suave a una economía baja en carbono», se regocijaba Thomas di Napoli, auditor y consejero del fondo de pensiones New York State, uno de los protagonistas de la rebelión. «El cambio climático tiene un impacto directo en el negocio de ExxonMobil y es uno de los más graves riesgos a largo plazo que enfrenta nuestra cartera», remarcaba.
BlackRock que, junto con Vanguard, es el mayor accionista de la compañía, con un 13% de las participaciones, fue especialmente duro y exigente con la dirección. En declaraciones posteriores a la votación sostenía que la divulgación de los riesgos climáticos supone una de sus prioridades políticas, advirtiendo que nunca bajará la guardia para defender los intereses a largo plazo de sus inversores. El intervencionismo de BlackRock no ha pasado inadvertido en el mundo financiero, pues el fondo de inversión más grande del mundo es conocido por su pasividad en las juntas de accionistas. Es decir, BlackRock posee acciones y recoge dividendos, pero rara vez se inmiscuye en los asuntos internos de las compañías en las que participa. No ha sido así en esta ocasión.
De hecho, desde el año 2007 ExxonMobil ya realiza análisis de riesgos en este sentido, pero los inversores dejaron claro mediante su voto que no confían ni en la veracidad de los escenarios que pintaban estos estudios ni en el compromiso de la dirección con estas políticas. En el documento interno, «Outlook for Energy», se sostenía, por ejemplo, que en el año 2040 el petróleo seguiría representando la principal fuente de energía en el mundo y que el negocio no se vería sustancialmente afectado. Algo que no compartieron en absoluto los accionistas de la compañía.
Pero ¿qué es lo que temen en concreto los accionistas? Para una correcta inteligencia del caso son tres sus principales preocupaciones: la competencia de las nuevas tecnologías (y por tanto las fuerzas del mercado), las nuevas pautas de consumo verde que se extienden como la pólvora entre los consumidores y por último las medidas legislativas. Atención a este último epígrafe: los inversores son consciente de que lo previsible es que los gobiernos tomen muchas cartas en el asunto de aquí a 2040 y más allá. Es decir, que, aunque en el momento de la rebelión accionarial todavía no se conocía el anuncio de Trump, los accionistas tenían muy claro que los gobiernos negacionistas van a ser la excepción no sólo en Estados Unidos sino en el resto del mundo.
Para encuadrar la magnitud de las consecuencias de la junta de Dallas debemos también recordar quién es ExxonMobil. Para empezar, se trata de la segunda compañía más grande del mundo, sólo por detrás de Walmart. Si tradujéramos su volumen de negocio en términos del peso relativo entre los países del mundo, deberíamos situarla en el lugar 41de las economías nacionales, es decir, justo por debajo de Filipinas y Pakistán y justo por encima de Chile, Irlanda y Finlandia. Nada menos. Por otro lado, ExxonMobil produce casi la mitad de los barriles que salen en todo Estados Unidos, unos 600.000 barriles más que Irán y unos 200.000 menos que Irak. Sí, Exxon es un país en sí mismo, como lo son todas las grandes corporaciones mundiales.
Pero, además, ExxonMobil ha sido tradicionalmente uno de los más importantes opositores a las medidas regulatorias contra el cambio climático. Se considera a la compañía una de las principales responsables de que en 1997 Estados Unidos no suscribiera el Protocolo de Kioto, aunque su labor en contra de las políticas regulatorias en relación al cambio climático viene de lejos. Por lo menos desde los años 80 promocionó y pagó con varios millones de dólares las campañas de investigación, publicidad, lobbying y programas de becas que ayudaron a negar las consecuencias del cambio climático y sobre todo su vinculación con el petróleo. Durante décadas ha fundado o subvencionado a los principales grupos, institutos u organizaciones encaminadas a negar la evidencia. Se estima en más de 30 millones de dólares los invertidos por Exxon en apoyar think tanks que promovieran el negacionismo climático. Su principal objetivo: sembrar la duda. Como atestiguan documentos internos, sus esfuerzos estaban encaminados a que el ciudadano medio al final no pudiera sostener la certeza de la vinculación entre combustibles fósiles y calentamiento global. En cierta medida lo consiguió.
Todo, a pesar de que también pagó investigaciones que probaban esta vinculación, las cuales naturalmente mantuvo en secreto, como ha sido puesto de manifiesto recientemente, en 2015, gracias a revelaciones de medios como Inside Climate News.
Sin embargo, todo empezó a cambiar a partir de 2007. En este año Exxon deja de subvencionar a estos grupos, al menos abiertamente (pues diversas fuentes sostienen que no es hasta 2009 o incluso 2014 cuando realmente deja de hacerlo). Es decir, como poco, la compañía lleva tres años de giro radical en sus políticas. En aquel año 2007 la dirección comienza a reconocer públicamente las consecuencias y los riesgos del cambio climático. De esta misma fecha data el primer análisis de riesgos. Del 2014 es el primer informe serio a este respecto, aunque de un tenor que ahora los accionistas consideran miope e insuficiente, hasta el punto de rebelarse contra la dirección y exigir más y mejores políticas.
Tal vez Trump puede pensar que ExxonMobil es la única oveja negra dentro de las petroleras o compañías energéticas y creer que su retirada del Acuerdo de París cuenta con el beneplácito de todas las demás. Pero, si es así, se equivoca de cabo a rabo. De hecho, Exxon es una de las últimas en sumarse al cambio. BP, Total, ConocoPhillips o Royal Dutch Shell han realizado ya análisis de resiliencia al cambio de entorno político, económico y de consumo o están en proceso de hacerlo, lo que necesariamente supone transformaciones en las líneas directrices de las compañías. Incluso es llamativo (las casualidades no existen) que en el último mes se hayan realizado varias votaciones de juntas de accionistas en la misma dirección en compañías energéticas como Chevron, Occidental Petroleum, PPL, Duke Energy, Dominion o Southern Co. La principal diferencia es que fueron a propuesta de la dirección y no en contra de ella.
Debemos destacar que estamos hablando de las mayores corporaciones petrolíferas y energéticas estadounidenses y mundiales, las que en teoría y sólo a primera vista podrían estar más interesadas en oponerse frontalmente al Acuerdo de París. Nada de esto. Por un lado, casi todas llevan ya tiempo investigando en nuevas tecnologías y/o tomando posiciones en el mercado de las renovables. Por otro lado, la mayoría han defendido participar en el acuerdo, aunque sólo fuera por satisfacer a sus consumidores o por posicionarse en él y limitar sus efectos, seguramente dando la razón a aquellos expertos que consideran que puede ser una buena noticia que Estados Unidos se quede fuera, pues los demás países pueden avanzar más rápido mientras que, más pronto que tarde, la primera potencia mundial tendrá que retornar al acuerdo.
Esto, por no hablar por supuesto de otras empresas, como las cerealistas Kellogg o General Mills, directamente afectadas y preocupadas por el calentamiento global, o aquellas radicadas en Sillicon Valley, de talante a menudo progresista, que han hecho de la ecología una de sus banderas. Lo importante, lo definitivo, es que en ellas, y no tanto en los gobiernos nacionales, recaerá la mayor parte de la responsabilidad de la reducción del efecto invernadero, y que muchas corporaciones están firmemente convencidas de que deben posicionarse y prepararse para un nuevo entorno bajo en carbono. Las que cambien sólo cosméticamente, como al parecer lo estaba haciendo Exxon, se quedarán atrás o perecerán. Al menos eso piensan los inversores más poderosos e influyentes del mundo.
Lo importante es que Donald Trump ha dado un paso en dirección contraria a un proceso generalizado e imparable, aliándose a favor de esos perdedores a los que tanto desprecia.
Autor: Ramiro Feijoo es Profesor de Historia en Washington University in St. Louis en España y colaborador del Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa.
Artículo publicado en Nueva Tribuna 15/06/2017