Derechos humanos y empresas: los deberes pendientes del Gobierno español

La actuación internacional de las empresas viene marcada por una amplia gama de claroscuros. En muchas ocasiones se habla de cómo generan empleo y mejores condiciones de vida para las poblaciones locales. Pocas veces, sin embargo, se hace mención a cómo avanzan de la mano de violaciones de derechos humanos, expolio de recursos naturales, contaminación medioambiental e incluso trabajo forzado. Una parte de la ropa con la que nos vestimos, por ejemplo, deja un rastro de semiesclavitud que afecta a 21 millones de personas en todo el mundo, según datos de la Coordinadora Estatal de Comercio Justo. Evitar este tipo de situaciones es posible; bastaría con contar con mecanismos que obliguen a las empresas a garantizar, de manera estricta, los derechos humanos en todo el planeta.

El gobierno español tuvo una buena oportunidad para ello en el año 2014. Entonces, tras un año y medio de debates, llegaba al Consejo de Ministros un borrador del “Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos”. Aquel documento cargaba a sus espaldas con una posición crítica de las organizaciones de la sociedad civil. Desde amplios sectores sociales se manifestaron dudas con respecto a su capacidad para conseguir que los actores empresariales garantizaran los derechos humanos; se mostraron dudas también sobre la falta de mecanismos de sanción a las empresas y de reparación a las víctimas en terceros países. Sin embargo, ese borrador, a pesar de ser una propuesta poco exigente para las grandes compañías, no salió adelante. Su paralización no se debió a esas críticas de las organizaciones sociales, sino a otro tipo de movimiento. Todo apunta a que los hilos se movieron desde algún lobby, esos que actúan cuando se apagan las luces de los salones en los que se celebran los supuestos procesos de participación.

¿Un actor internacional a la altura?

En aquel momento España perdió una oportunidad de liderazgo internacional en un ámbito fundamental para la sostenibilidad de la actuación de las empresas españolas en otros países. Perdió la ocasión de dar un paso al frente en la actuación de la diplomacia. Ahora vamos tarde. Ocho países europeos ya han aprobado sus planes nacionales sobre empresas y derechos humanos y estamos fuera de los plazos marcados por Europa.

Pero he aquí que el proyecto vuelve a aparecer. El gobierno ha decidido sacarlo del cajón precisamente ahora que España aspira a un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Una plaza que se juega frente a Francia y Australia. La propuesta inicial de España para concurrir al Consejo hablaba del papel de nuestro país en la lucha contra la pena de muerte, los derechos de la comunidad LGTB, el derecho al agua. Todas ellas cuestiones importantes, sin duda. No había, sin embargo, mención alguna a la urgente necesidad de unir las actuaciones empresariales a la obligación de respetar los derechos humanos.

Mientras tanto, uno de sus competidores en el Consejo de Derechos Humanos daba un paso al frente. Francia aprobaba una ley de debida diligencia que obligaba a las grandes corporaciones a tener planes preventivos de derechos humanos en sus operaciones en el exterior. Esto dejaba atrás a la candidatura española que, a causa de un gobierno en funciones, de la presión de los lobbies o, simplemente, por falta de visión política, había descuidado este tema de capital relevancia.

A tiempo de demostrar el compromiso con los derechos humanos

El resultado de la candidatura al Consejo se decidirá el próximo otoño. Hasta entonces, el gobierno tiene dos opciones: aprobar el plan que tiene sobre la mesa hace tres años, con algunos retoques y como un mero trámite que refuerce la candidatura, o por el contrario, aprobar un plan que cuente con los consensos sociales y políticos necesarios, y que garantice de manera efectiva la defensa de los derechos humanos. Tomar una decisión u otra tendrá diferentes consecuencias.

La primera opción haría del plan un papel mojado que generaría rechazo social, mantendría impune la violación de derechos humanos y daría carta blanca a los actores empresariales que actúan sin límites. Además, pondría a amplios sectores de la sociedad en contra de una candidatura que considerarían incoherente y poco sustantiva. En cambio, la segunda opción permitiría que España recuperara el terreno perdido, contribuiría a reforzar los consensos que el tema ha suscitado en el parlamento, defendería los derechos de las poblaciones afectadas por las actuaciones empresariales, daría seguridad jurídica a las empresas que quieren avanzar en la materia y escucharía a la sociedad civil –sin cuyo apoyo será muy difícil que este barco llegue muy lejos–.

La regulación gubernamental sobre las prácticas empresariales y su impacto en los derechos humanos en terceros países ha de ser una pieza clave de la acción exterior. Especialmente en el contexto de la Agenda 2030, que obliga a los países a asumir responsabilidades nacionales e internacionales en la lucha contra la pobreza, la desigualdad y la protección del medio ambiente. Especialmente, cuando en Naciones Unidas está avanzando en la elaboración de una normativa internacional vinculante para obligar a las grandes empresas a respetar los derechos humanos en cualquier lugar del mundo. El tema no es baladí, nos jugamos la defensa de la vida, de los derechos humanos de millones de personas… Nos jugamos la protección del planeta. Pero también la sostenibilidad de las actividades empresariales, la salud de las relaciones con los países socios de España, su posición en el seno de la comunidad internacional y la implementación coherente de la Agenda 2030. Merece la pena pensarlo.


Este artículo ha sido elaborado por la Coordinadora de ONG para el Desarrollo (CONGDE), la Federación de Asociaciones de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, el Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa y el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).

Artículo publicado previamente en Lamarea.com 28/5/2017